A mi madre, a quien a pesar de todas las adversidades y dificultades que tuvimos que padecer en los sismos tuvo una gran fortaleza y nunca se rindió hasta conseguir un nuevo hogar donde pudiéramos vivir.
A todos a lo que nos brindaron su generosa solidaridad y apoyo en momentos cruciales.
La solidaridad de la población en realidad fue toma de poder.
Carlos Monsiváis
Todos juntos valemos más que vos…
Porfirio Muñoz Ledo
13:14 horas, martes 19 de septiembre de 2017, apenas un par de horas después del simulacro en conmemoración de los 32 años de la fatídica fecha. Estoy en mi cubículo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, Plantel San Lorenzo Tezonco; de repente, siento que me voy de lado, las cosas se empiezan a caer por todos lados, recapacito, “está temblando”. Me levanto de mi asiento, tomo mi celular y cierro la puerta; la alerta sísmica, sí ese sonido y voz tenebrosa, venida del más allá a la que nos estamos acostumbrando, empieza a sonar. El movimiento es cada vez más fuerte; el recorrido por el largo pasillo hasta llegar al área de seguridad en el estacionamiento de profesores se hace eterno. Prácticamente, no se puede caminar, uno se va de un lado a otro, mientras veo cómo los plafones se mueven tan fuerte que parece que se van a caer.
Por fin, arribo a mí objetivo, junto con cientos de estudiantes que —como un hormiguero sin fin— también buscan cómo ponerse a salvo. Al llegar al estacionamiento de profesores, logro ver como una parte del volcán Yuhualixqui, aquel de color rojo que se encuentra a un lado de las instalaciones y símbolo emblemático del plantel, se desgaja y esparce una ligera polvareda.
De inmediato, y sin aún conocer los primeros informes de Sismológico nacional, dos ideas vienen a mi m ente “fue trepidatorio, de un lugar distinto o cercano a los que se suelen venir los sismos y por eso la alerta sonó pocos segundos después de los primeros movimientos”. Tras conocer que, aparentemente, no se veían daños graves y ningún reporte de lesionados o pérdidas humanas que lamentar, regresamos por nuestras cosas y nos retiramos para tratar de llegar —lo más pronto posible— con nuestros familiares, corroborar que estaban bien y nuestro patrimonio a salvo, toda vez que no había red y cuando esta llegó fue deficiente y la señal se iba constantemente. “Carajo, decía entre mí, tenemos unos de los servicios de telefonía celular más caros del mundo, pero de los más deficientes”. Recordé en ese momento, lo que siempre les decía a los alumnos en mis clases, “Si en el 85 hubiera habido celulares y redes socio-digitales, las cosas hubieran sido distintas”. Ahora, me tengo que comer mis palabras; de nada sirve que estemos inmersos en la Era digital si las telecomunicaciones se colapsan en siniestros como los que vivimos el pasado martes.
La angustia y desesperación se empezaron a apoderar de mí, cuando camino a casa, en el automóvil, empecé a escuchar lo sucedido; una parte de los derrumbes y edificios colapsados se encontraban en Coapa, muy cerca de la zona donde habitamos, algo similar a lo que sucedió en el 85, cuando vivíamos en el centro, donde tuvieron lugar la mayoría de las afectaciones. Las tres horas de trayecto fueron inevitables para repasar lo sucedido hace más de tres décadas; yo pensé que ya lo había olvidado de mi memoria, pero dicen que “el cuerpo no olvida” y los recuerdos empezaron a florecer. Fueron las mismas tres horas —quizá más— que tardé en llegar a casa, solo que en aquella ocasión lo hice a pie, de Naucalpan a Metro Chabacano, el 19 de septiembre de 1985 hacía mis primeros “pininos” en la docencia. Ya estaba en clase en un Conalep de la zona de Naucalpan, donde los temblores “no se sienten”, pero aquella ocasión lo sentí muy fuerte y muy, muy largo. No existían como ahora los protocolos, así que no evacuamos y una vez que concluyó el movimiento y —tras bromas, chistes y risas nerviosas de los estudiantes— proseguimos la clase —aparentemente— sin contratiempos.
Al salir de clase, empecé a escuchar los comentarios de los profesores que llegaban muy alertados y perturbados, quienes decían “Se cayó el Centro Médico”, “Colapsó el edificio Nuevo León en Tlatelolco”, “El Hotel Regis incendiado y en ruinas”, “Las torres de Pino Suárez se vinieron abajo”, “En los edificios de San Antonio Abad se encuentran atrapadas, cientos de costureras”, todo muy cerca de donde vivíamos en aquel entonces. El miedo, la preocupación y desesperación se empezaron a apoderar de mí; quería llegar lo más pronto posible. Tomé un “pesero” que me llevó a 4 caminos, donde —ingenuo de mi— pensaba tomar el metro.
Cuando llegué, evidentemente no había servicio, así como buena parte del servicio público o privado que estaba colapsado. A lo lejos, en uno de los andenes, salía un camión, un “Ruta 100” de aquel entonces, rumbo a Metro San Cosme, el cual abordé para tratar de acercarme a Metro Chabacano, mi destino final. Sin embargo, no logró arribar a su destino, en Plaza Galerías, la primer a que existió, en Melchor Ocampo, la marcha se detuvo, el chofer se levantó y señaló “hasta aquí puedo llegar, ya no hay paso”. Empezaron, las horas más largas de vida; tratar de llegar con mis familiares; el trayecto fue muy largo y tortuoso, todo estaba cercado y no podía un cruzar por el Centro.
Caminar y caminar junto con un río de personas que, junto conmigo, con rostros desencajados y nerviosos, trataban de llegar a su destino fue lo único que quedó. A lo lejos, se percibían incendios, edificios desplomados, sonidos de sirenas, calles resquebrajadas, postes caídos, tierra por todos lados; apenas se podía ver, todo estaba nublado por la polvareda que se había levantado por las construcciones que se habían venido abajo. Después de rodear calles y calle s, sortear decenas de obstáculos, puede llegar a la colonia que me vio nacer, crecer y pasar algunos de los mejores momentos de mi niñez y adolescencia. De lejos, alcancé a divisar una de las torres de Pino Suárez totalmente caída y los edificios de las fábricas de ropa desplomados, aplastados por las losas, tal y como ahora sucedió con muchos de los edificios siniestrados.
“Parece que en el rubro de la construcción no aplicamos lo que aprendimos de la esa dolorosa experiencia”. Gente fuera de sus casas, derrumbes, calles solitarias fue el preámbulo de lo que iba a ser testigo. Al llegar, vi cómo las dos construcciones que estaban a los lados, más altas y pesadas, habían hecho literalmente un sándwich mi casa. Mi mamá y mis hermanos estaban fuera y —de inmediato— corrí a abrazarlos, a llorar junto con ellos y decirles “cuánto los quería y que estaba feliz de que estaban bien y a salvo”
Aunque la casa estaba en pie, los peritos recomendaron desalojar inmediato ante la posibilidad de un derrumbe. De inmediato, empezamos a sacar documentos personales, así como objetos pequeños que empezamos a llevar a casa de un tío que nos ofreció cobijo en lo que se definía nuestra situación y donde vivimos por espacio de cinco meses. Durante todo ese día y el siguiente fueron muchas vueltas en diversos carros de primos que, de manera solidaria, nos apoyaron a mover nuestras pertenencias. En ese trayecto, otro sismo, el cual tuvo lugar al 20 de septiembre, a las 19:38 horas, nos sorprendió en la calle, atrapado en un severo tráfico por la zona de Tepito, ya que todo el Centro Histórico estaba acordonado.
Luces en el cielo, ruidos y gritos de las costureras, y el “olor a muerte” Fue ese día que me tocó ver cómo a lo lejos el cielo —a diferencia del sismo del 7 de septiembre— se iluminaba de rojo y naranja; después, sabría que dichas tonalidades eran resultado de la carga electromagnética que generan las rocas al colapsarse, y no de la explosión de transformadores, como algunos trataron de explicar en esta ocasión. Esas luces de colores, los ruidos y gritos de las costureras atrapadas en los edificios de San Antonio Abad, las cuales fueron las últimas en salir, (lo primero que se llevaron de lugar fueron las pesadas máquinas y telares), evidenciando las condiciones de esclavitud en que trabajaban lo que dio origen al Sindicato de Costureras, así como el olor a muerte que se respiraba en el aire, que picaba en la nariz, cuando fuimos a buscar a unos familiares en la colonia Doctores (una de las más afectadas en el 85) son experiencias que el tiempo no ha logrado borrar de mi mente.
Así, pasaron varias semanas para sacar todos nuestros muebles y pertenecías, las cuales amigos y familiares, de manera generosa, se ofrecieron a guardar mientras conseguíamos una nueva casa. De verdad, fuimos afortunados, contamos con la ayuda de muchos amigos y familiares, quienes nos ayudaron de diversas maneras, material, económica y de apoyo moral. Siempre me lamenté el no haber podido unirme a esa espontánea ayuda solidaria, pero nuestra situación demandó el cien por ciento del tiempo. Las semanas y meses subsecuentes no fueron nada fáciles, nuestra situación de damnificados, como la de muchos otros, llevó a realizar una gran cantidad de “engorrosos” trámites y gestiones (con la típica burocracia que caracteriza a las instancias gubernamentales) para acceder a un crédito para adquirir una vivienda.
Lo anterior, se pudo concretar después de casi un año, cuando logramos instalarnos donde actualmente vivimos, y que, paradójicamente —de nueva cuenta— estamos muy cerca de una de las zonas siniestradas, aunque en esta ocasión no tuvimos afectaciones, ni desgracias que lamentar. Dejar un legado Cada año, cuando se conmemoran los trágicos sucesos de hace 32 años o bien me preguntan sobre los terremotos del 19 y 20 de septiembre, comentaba “Ojalá en lo que resta de mi vida, no vuela a experimentar algo similar como el 85”.
Quién lo dijera, no solo es uno si no dos sismos más de gran intensidad los que me han tocado presenciar, en total 4 si contabilizamos los del 85. Ya sea Dios, el destino, la naturaleza o en lo que cada uno quiera creer, la gran lección es que estamos con vida. Por eso, ahora que no salimos damnificados, es un compromiso y una obligación ayudar a quienes lo perdieron todo.
Sirva esta crónica como un testimonio que detonó el sismo del pasado martes de lo vivido hace 32 años y que nunca me atreví a escribir (pensé guardarlo ¿o borrarlo? de mi memoria) y que hoy comparto a las nuevas generaciones con quienes ahora me ha tocado participar en los centros de acopio, recibiendo y clasificando donativos; formando cadenas humanas y llevando a los camiones la ayuda que permita mitigar un poco sus carencias. A esos jóvenes, quienes antes habían escuchado de sus abuelos, padres, tíos o profesores lo que significa la solidaridad y ayuda humanitaria, y que ahora lo están experimentando en carne propia.