La Paz de Porfirio



Siempre he pensado que los olores definen a las personas, las manos nos muestran quiénes son.

Mi padre de manos anchas y gruesas con olor a chile, mezcal y maíz después de largas faenas en el campo. Mi madre y mis hermanas olían a flores, a guisados. Mis hermanos de brazos fuertes y manos oscuras, olían a carbón después de llegar de las minas, de llegar de la construcción. El hombre que más amé, mi abuelo, de manos finas y largas olía a barro, a palmas; él era artesano. Yo no tengo ningún olor nostálgico, siendo el más chico en una familia teenek pude aprovechar “las cosas buenas que nos trajo Don Porfirio”.

Nací por allá en 1880, en un pueblo en los alrededores de Tantoyuca, Veracruz. Si pudiera elegir los recuerdos con los que quiero vivir no podría despegar las cosas amargas de las dulces de la infancia; pues no sé hasta dónde llega la ingenuidad contagiada por mi abuelo y hasta dónde la realidad del país que parecía avanzar sin nosotros.

Nos pertenecía una porción de tierra que mi padre trabajaba y de ahí logramos alimentarnos, mis hermanos trabajaban en la mina, recuerdo que yo tenía tres años cuando por primera vez mi madre no lloró por que se iban a trabajar; ese día dio gracias, no precisamente a Dios, porque mis hermanos trabajarían protegidos. Por alguna razón, que yo no comprendía, ella estaba contenta; pues esta vez la promesa era que todos regresarían. Esa fue una de
las tantas veces que mi abuelo nos decía:

-¡La paz está con Don Porfirio, él todo nos lo ha solucionado!

Pronto, Aurelio, el más grande de mis hermanos, dejó la mina para unirse a la construcción de caminos para los ferrocarriles allá en el puerto. Casi un año sin verlo, hasta que un día la casa parecía derrumbarse de alegría; llegó un sobre lleno de dinero, mi madre agradecía saber que su hijo estaba bien. Con mi poco conocimiento pude leer una a una las letras de la hoja amarillenta y la letra que, muy probablemente, no era de Aurelio: “El dinero es para que me acompañen en estos días Santos”.

Aún hoy puedo decir que ese viaje me hizo entender grandes cosas. Tres días de traslado entre telas y maquinas para cocer:

  • “¡que hubiera sido si no tuviéramos estos ferrocarriles tan útiles!” -aplaudía mi abuelo.
  • “Nombre mijo cuando yo era chico uno ya no sabía ni dónde esconderse, ahora uste ya sabe hasta leer. Míreme, mire a sus hermanos, ¡no! ¿Antes? Ni ir a misa podíamos. Mire a sus hermanas ¡que bonitas que se ven con esos trajes!” –

Mi hermano insistió en que fuéramos a la misa del Viernes Santo por la mañana pues a esa hora asistían las señoras de alcurnia. Y sí, mis hermanas se veían lindas, pero con tanto desaire recibido por la gente que había ahí, parecía que el mismo Cristo nos veía inferiores. Ahí, a mis 15 años, supe que nuestra vida estaba en la cantidad de metales o mazorcas que le arrancábamos a la tierra y no en la cantidad de sueños y esperanzas por un día participar en ese México que no nos incumbía.

Mi abuelo quedó ciego a sus 60 años y cuanto agradezco que ocurriera; así, ya no pudo ver como se le arranco la tierra a mi padre, cuando los extranjeros nos dejaron sin la capacidad de producir algo, ni siquiera nuestro alimento. Ahora, ya a nadie le servía hacer artesanías, el olor de barro ya no era algo que se encontrara. Él seguía defendiendo el buen funcionamiento del gobierno sin ver que los arrieros, los artesanos y los campesinos fueron sustituidos por las industrias y los ferrocarriles.

Tanto se hablaba de la represión contra nosotros, los que éramos llamados “bárbaros”:

-Prométeme Romancito que no te irás a creer esas ideas. Mira, sí que somos bárbaros, no sabemos ni leer. Ahora ustedes reciben esa educacioncita que a nosotros nos falta -me decía mi abuelo- dime mijo que tu no te vas a meter en esas protestas de gente que no sabe.

Cómo negarle a mi viejito la seguridad de saberme vivo, de decirle a ese hombre esperanzado que de nada me servía leer, que lo único que querían era desaparecernos, quitarnos la tierra, explotar nuestro trabajo. Cómo explicarle que la estadía de nuestro presidente, que no era tan nuestro, más bien de aquellos que podían ser mexicanos; no era más que el producto de personas sometidas, de un orden y progreso que no incluía a los que hacíamos el trabajo sucio, a la raíz de un pueblo sin deseo de ser arraigado. Nunca pude hacerlo.

Mientras mi padre se introdujo a las fabricas textiles para darnos de comer; el país más decaía y menos dinero había. Donde a veces los hombres comíamos menos para que las mujeres no se enterarán de los problemas, cuando más leyes se promulgaban y más de nosotros no sabían leer y más campesinos protestaban ante el despojo que sufrían. Mientras todo eso ocurría; mi abuelo, ya muy enfermo, se aferraba para que yo aceptara estudiar, que aceptara una enseñanza técnica y rechazara las ideas radicales de los obreros que no sabían lo que era bueno para el país.

Tras largos discursos de mi abuelo llenos de ternura y esperanza, logró convencerme de no involucrarme en levantamientos, eso fue lo último que logró antes de morir. Recuerdo el gran disgusto que me provocaron los empeños por la esposa del dueño de la fábrica donde mi padre trabajaba, por explicarle a mi madre como debía vestir para guardar tiempo de luto. Cómo podía ser que se preocupara más por el tono de sus ropas que por el dolor que sentía toda una familia.

Así actué, sin involucrarme en nada que me pusiera en riesgo, dando seguridad a mi madre, trabajando hombro a hombro con mis hermanos e intentando leerles algo a mis hermanas, diciéndoles lo lindas que se veían cuando aparentaran ser educadas. Todo tal como a mi abuelo le hubiera gustado, hasta que en un levantamiento obrero, mi padre resulto herido a muerte. Hasta ahí…ya no pude más. Cerca de 1911 me uní a un grupo que no quería más a Díaz, que no quería saber nada de invasiones extranjeras.

Si hoy tuviera que definirme por el olor de mis manos; no podría ser más un agricultor, un minero, un artesano; olerían a la pobreza, a la sangre, a la tierra que no nos pertenece, olerían a lo que huele la paz que nos ha traído Don Porfirio.

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TIEMPO UAM. SOCIEDAD, CULTURA Y TECNOLOGÍA. Año 1, volumen II, número especial 1, enero 2019, es una publicación trimestral de la Universidad Autónoma Metropolitana a través de la Unidad Azcapotzalco, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Departamento de Sociología; Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex Hacienda San Juan de Dios, Alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México y Av. San Pablo 180, Col. Reynosa Tamaulipas, Alcaldía Azcapotzalco C.P. 02200, Ciudad de México. Teléfono 5318-9144, ext. 117, Página electrónica https://tiempouam.azc.uam.mx. Dirección electrónica: tiempouam@gmail.com, Editor responsable: Yolanda Castañeda Zavala.

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GUTIÉRREZ Paola
Licenciatura en Sociología · Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco |  ✚ Ver más publicaciones del autor

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