Cuando vemos videos de un gerente empapando a dos personas en situación de calle; por dar un ejemplo, nos indignamos y apresuramos a señalar: “eso es discriminación”, “eso es cruel”, “eso está mal”. Y, además, a señalar culpables: “es la desigualdad social”, “son las políticas públicas”, “es la pobreza” o “la falta de educación”.
Pocas veces nos detenemos a preguntarnos cuál es nuestro papel en la reproducción de la desigualdad social; cómo y cuándo ejercemos el poder, pero sobre todo, hacia dónde. Es fácil culpar a “la sociedad” o “la cultura”, lo difícil es ver la telaraña de relaciones de poder que en ella se ponen en juego y de la que, inevitablemente, somos parte.
Cuestionar los propios privilegios es particularmente difícil cuando somos parte de grupos, colectivos u organizaciones que afirman luchar contra la desigualdad y por la justicia porque nos gusta pensar que todo nuestro hacer y pensar es, por sí mismo, revolucionario; desafortunadamente, no lo es.
Cuando el quehacer revolucionario se encuentra dentro del ámbito académico, la formación educativa se vuelve primordial: nos jactamos de haber leído a muches[1] autores y de tener el conocimiento necesario para comprender a la sociedad, al gobierno y a la política. Criticamos a quienes después llamamos ignorantes porque no leen, porque ven la programación de Televisa o TV Azteca o se la pasan en Facebook, los cuestionamos a ellos y a sus razones para no cultivarse, para no “despertar” pero jamás nos cuestionamos a nosotros.
Nuestro acceso a la educación superior o al posgrado no es simplemente la suma de esfuerzos personales en el ámbito académico, debemos recordar que eso es posible porque existe una gran masa de personas a quienes la educación ha sido negada. Les millones de mexicanes en situación de rezago escolar con el camino sobre el cual hemos caminado, les millones de mexicanes que trabajan en condiciones de explotación han pagado, con sus impuestos, nuestros libros, pupitres, pizarrones, y hasta becas.
Nuestra capacidad de distinguir entre una palabra aguda y una esdrújula, nuestra perfecta ortografía, nuestro conocimiento de la literatura, las artes, o las relaciones internacionales, todo lo que tenemos lo tenemos porque pertenecemos a una élite: la de les estudiantes universitarios, y si podemos pertenecer a una élite es porque, como contraparte, existe una gran masa de seres humanos excluidos de tales privilegios.
Cuando nos burlamos de quienes tienen dificultad para distinguir entre “allá” y “haya” no hacemos más que proteger aquello que el ser parte de la élite nos ha dado. Cuando defendemos el “uso del buen lenguaje o de la correcta ortografía” defendemos nuestros privilegios y la desigualdad en que se basan.
Cuando defendemos a la RAE que nos dice que somos unos ignorantes y que no podemos hacer uso de “otros” y “otras” (mucho menos “otres”) porque las reglas gramaticales dicen que si vamos a generalizar tenemos que hacerlo en masculino (Real Academia Española, 2012), respaldamos a una institución que en más de 300 años de vida ha dado entrada a únicamente 11 mujeres y jamás se ha cuestionado los imaginarios sociales que acompañan la palabra.
En un país en donde existen aulas construidas con tierra, varas y lámina; en un país donde se privilegia a los niños mandándoles a la escuela mientras las niñas se quedan en casa “porque ese es su lugar y tienen que aprender”; en un país donde casi 50% de la riqueza se concentra en el 1% de la población (Esquivel, 2014), defender el uso del “buen lenguaje” es una locura.
Cuando nos reímos de quienes no han leído un libro, cuando
denigramos el uso del lenguaje al que precisamente llamamos “vulgar” y exigimos
respeto para las damas presentes y sus castos oídos, nos reímos de la
desigualdad, de la discriminación, de la pobreza, de la carencia, de las terribles
consecuencias de una dinámica internacional capitalista y, por supuesto,
patriarcal.
[1] El artículo “les” y la letra “e” se utilizarán en la presente exposición para reemplazar cualquier marca gramatical con la que se denomine el sexo de sustantivos o determinantes de referencia personal y pronombres personales, excepto en aquellos que el género sea invariable. El fin de ello es no dar información sobre el sexo biológico asignado y/o el género de “los sujetos” (les sujetes); esto bajo una postura política que pugna por la transformación del lenguaje para conseguir un cambio en el pensamiento y los imaginarios sociales a través de la inclusión de quienes no han sido tradicionalmente representados por el género gramatical masculino.
Referencias
Esquivel, G. (2014). Desigualdad extrema en México: concentración del poder económico y político. México: OXFAM.
Real Academia Española (2012). Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer. Madrid: Real Academia Española.
Bibliografía
Bourdieu, P. (1985). ¿Qué significa hablar? (3.ª ed., 2001). Madrid: Akal ediciones. p. 96.
