Un respiro largo y profundo cortó el silencio que inundaba la habitación, expiré el aire que había retenido por una eternidad o un instante en mis pulmones, me rodeaba una gran oscuridad, situado en el limbo, sin tiempo, sin espacio, no recordaba si había despertado acostado, sentado, ni en qué momento me había levantado, pero me encontraba de pie, perdido y desorientado, apoderándose la desesperación del entorno, respiraba pesadamente, necesitaba aire, espacio, luz.
En forma automática, caminé hacía un ligero albor que se colaba de una rendija vertical, no parecía muy lejano y sin embargo no lograba ubicarlo, el frío me compelía a estrecharme, no tenía idea si aquél lugar era un pasadizo o un amplio espacio, ¡no entendía la dimensión en que me encontraba!, tal desconcierto me impulsó a querer escapar hacia la luminiscencia que parecía perderse entre más caminaba, así que corrí, salté, sentí la necesidad de que mis pulmones se llenaran de aire que me permitiera seguir la marcha, pero llegó un momento de extenuación.
El jadeo me obligó a detenerme, a encorvarme, en esa posición pude ver mis pies, mis uñas que refulgían como pequeñas lunas, mis piernas cubiertas de vello se encontraban rígidas por el esfuerzo, vi mi sexo recogido, el pecho revuelto, observé las manos, dedos largos, la cara asombrada, los ojos eran ensombrecidos por largas y tupidas pestañas, las cejas enmarañadas deban una expresión de dureza, labios gruesos se entreabrieron al ir descubriendo su apariencia, pasé las manos sobre el cabello crecido, abundante. Palpé mis brazos, mi pecho… Me di cuenta de que podía mirarme completo, sin espejo donde se reflejara mi imagen, pero me podía observar desde un ángulo desconocido, el desconcierto me impidió pensar.
Era la primera vez que me observaba, me vi desnudo y entelerido, mi cuerpo empezó a temblar y gotas frías de sudor surcaban mi cara, mi cuerpo, me abrace y encogí, la penumbra se había hecho menos densa, en ese estado contemplé baldosas en el piso que parecía perderse a poca distancia, a mis lados pude apreciar grandes bloques de ladrillos y subí la mirada porque sabía que arriba de cada pared había respiraderos, me erguí y aunque el lugar me parecía familiar, no sabía dónde estaba, de nuevo el pánico vino a mí y retomé la marcha buscando huir, en forma inesperada una puerta se situó enfrente de mí, bastó empujar para abrir, sin pensarlo corrí sobre el largo pasillo que se abría de frente; la marcha era pesada, larga, no era un camino recto, parecía que regresaba al mismo lugar, que de improviso, se bifurcó, daba lo mismo si tomaba el de la izquierda o el de la derecha pues no sabía a donde tenía que ir.
Mi paso se hizo más lento tratando de descubrir, de adivinar, tal vez recordar el lugar aquél, sombras, penumbras ininteligibles…, una puerta se entreabrió; el velo de una mujer impulsado por un suave viento, salió a anunciarla, su figura se dejaba ver debajo de su túnica, delgada, destacaban sus senos pequeños y erguidos, su caminar marcaba sus caderas, vi sus ojos negros que se posaron en mí, una caballera azabache y larga llegaba hasta la parte más baja de su delicada espalda, sus labios sonrieron y dejó volar su voz que descansó en mi oído; me llamó a ella, quise abrazarla, pero su túnica la envolvió con su transparencia, cuerpo de fuego que desapareció por completo.
En la habitación solo quedaba una gran cama, resguardo de pasión y ensueños, busqué su nombre, su ser, pero solo había fugaces recuerdos entre las sábanas de seda que elogiaban su piel, el perfume de su cuerpo flotaba en el lugar y el calor que había dejado encendieron el deseo, me quemaba la ansiedad, el crepúsculo abrió un vacío en la boca de mi estómago, extrañándola sin conocerla.
Quise buscar respiro y un balcón escondido tras cortinas, me ofreció frescura, estaba resguardado por un dosel que entretejía la planta de la vid, flanqueado por dos almenas, cada una escondía una escalera; una que descendía y otra ascendía como enredaderas, razoné que la salida de ese lugar debía encontrarse en la planta baja que suponía me llevarían la que descendía, así que salté por sus peldaños cuidando de no resbalar, pues la penumbra aún persistía, aunque me permitía ver, no había suficiente claridad, pero sugería un nuevo laberinto sin salida.
En un descanso llegué a un pequeño jardín; la frescura y cosquilleo de la hierba danzaban bajo mis pies, la fragancia de las rosas se mezclaba armoniosamente con los jazmines, escuché el trinar de un jilguero, el canto se convirtió en risa que se escondía detrás de un arbusto de prímulas, era un niño ¿o un ángel? que jugaba con mi desconcierto, se asomaba entre las flores y reía al sorprenderme, la lozanía de su piel se confundía entre los pétalos rosáceos, lo tome de la mano y lo alcé en mis brazos, la ternura que brindaba me conmovió hasta las lágrimas.
Me incliné para dejarlo en la alfombra esmeralda de pasto que brotaba con cada hebra viva, limpió mi cara con sus manos, vi sus ojos que en un lento parpadeo se abrían a lo que se adivinaba un universo, pero ya no pude mirarlo, era tal su limpieza y brillo que la vergüenza bajó mis ojos, voltee el rostro y al mirarlo de nuevo había crecido, era un hombre joven que no sonreía más, me miró un poco con desprecio y salió hacia una puerta enrejada, de inmediato lo seguí, pero me interné de nuevo en lo que parecía un gran caserón que daba lugar a una estancia donde se apilaban monedas, los destellos que producían llamaron mi atención olvidando el escape, la oscuridad parecía alejarse con el brillo de las monedas y piedras preciosas que se encontraban esparcidas sobre grandes mesas, los zafiros evocaron la profundidad del mar, las turquesas me trajeron la selva con su fiereza, los rubís me fascinaron con su fuego, entonces sentí la mirada de él que se había vuelto más viejo, acariciaba las piedras, invitándome a tocarlas, hipnotizado me acerqué para tomarlas, sin embargo no pude tomar una sola, la pesadez de cada una me impedía levantarlas y a la vez me impedía salir de la estancia, me esforcé hasta el desmayo y caí.
En el acto me recuperé y sentí de nuevo el impulso de huir, pude advertir una gran escalinata con sus barandales labrados en maderas apolilladas, de arriba provenía una música extraña, el barullo de mil voces llevaron mi curiosidad hacia el salón de donde venían, había una gran fiesta, grupos de hombres y mujeres bebían y hablaban entre sí, supe que los conocía, al verme me saludaban en ademán, más yo no comprendía lo que hablaban; parecía otro idioma, quise acercarme más para ver sus rostros, en algunos sus ojos estaban decorados con plumas, otros con piedras, algunos con luces, pero todos eran máscaras, en todas ellas se dibujaba una sonrisa, no sabía cuál era genuina y cual era falsa, imaginé la burla de cada uno de ellos, la rabia me encendió a grado tal que grité con gran fuerza provocando tal vibración que todas esas personas desplegaran sus alas hasta ese momento ocultas, volaran y salieran por unos ventanales que se encontraban en lo alto del salón.
No soportaba más aquel lugar, corrí y salí por el primer pasillo que encontré y de nuevo parecía que no había fin, exhausto llegué a una biblioteca, los libros se apiñaban en los estantes que cubrían las paredes de la habitación, reconocí cada uno de los libros sobre diversas disciplinas y el orgullo de saber que el conocimiento que me habían brindado me levantó e impulsó a tomarlos, cogí el más voluminoso, lo abrí para comprobar la historia del mundo que en él se contenía: De la creación al diluvio uno de los mil tomos que conocía, pero los caracteres que aparecían en él se presentaron ininteligibles, ¿runas, símbolos, letras, imágenes? ¡No los comprendía a pesar de que los conocía!, tomé otro que sabía describía la anatomía del ser humano, sus diversos sistemas, su complejidad y maravillas, pero aun cuando también lo reconocí, me di cuenta de que no lo comprendía, podía recitar de memoria las artes antiguas, las fórmulas químicas, los secretos de la antigua alquimia, las leyes contradictorias, complementaria e incorruptibles de la física que se contemplaban en los libros, pero nada entendía.
La tristeza se adueñó de mí, ¿de qué me servía tanto conocimiento si no podía huir? la frustración y desconsuelo invitaron nuevamente a que las lágrimas brotaran de mis ojos que caían formando lagunas y corrieron como ríos, mis ojos se convirtieron en fuentes de agua salada, la habitación se inundaba y el caudal que había formado me arrastraron hacía nuevos pasillos, el agua que había brotado parecía venir del mismo mar y era tal su fuerza que me arrojó a un huerto que en un instante absorbió mi llanto y por un momento me tranquilicé, pues el espectáculo que de pronto se me ofrecía era hermoso.
Árboles frutales deleitaban a la vista con sus manjares, había manzanos, perales, ciruelos y nogales, el aroma me cubrió y me embriagó, la rojez de la manzana me atrajo, la silueta de las peras me sedujo y devoré, uno tras otro fruto sintiendo el crujir de la nuez en la boca y el jugo de las ciruelas, el terciopelo de los duraznos se deshacía en mí paladar; probé todo lo que había pero nada me saciaba, entre más comía mi apetito iba en aumento. Una risa sin burla —sino como un consuelo— ya conocida, distrajo de nuevo mi atención, era él, cada vez más grande. “Si sabes comer, con uno será suficiente…” dicho esto me dio una baya, la sentí en mi boca y al contacto con mi lengua percibí su textura y su redondez, la mordí y su suave carne desprendió un aroma delicioso y el jugo de su ser entraron en mí y el hambre se sació.
Busqué al hombre, entraba a un portón, lo seguí, un agradable calor llenaba la habitación donde había un fuego que repiqueteaba en una gran chimenea e iluminaba suavemente el recinto, de espaldas, sobre un sillón, se encontraba sentado un anciano, “por fin llegas”, me dijo sin pronunciar palabra alguna, me acerqué a él y pude ver su cara surcada por numerosas arrugas, el pelo albo, pero sus ojos aún brillantes, los miré fijamente, y comprendí de súbito de quien huía y donde me encontraba, “¿no te has dado cuenta?” preguntó sin hablar “huías de tus miedos, de tus deseos, de tu ira de tu frustración, te perseguían tus inseguridades, ¿pretendías escapar de ti mismo? perdiste tu inocencia y te encontraste con tu vanidad, con tu soberbia, con tu ambición”.
Lo entendí de inmediato, la comprensión me dejó por un momento en un arcano luminoso, sin espacio y sin tiempo sin poder pensar. Lejos de darme algo, mostraron el vacío en el que me había construido como un gran castillo de arena, pero el viento había ya danzado. Él era yo.
Sin saber cómo, llegaron mi inocencia y mi perversión, mi yo niño —mis miedos y mi fortaleza—, mi yo joven —mi ímpetu y mi desazón—, mi yo anciano —mi sabiduría, mi locura y mi cordura—, nos miramos y todo cobro sentido, estaba en mi hogar, en mí mismo, me había encontrado y reconciliado, siempre habían estado ahí, en mí, hombre y mujer, tú y yo… éramos calma, formábamos todo, éramos uno.
Triz
Publicado en el número

vol. II, núm. 2, abril-junio 2019, 2.ª ed.
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