Estaba mirando un árbol, tratando de alcanzar sus hojas de manera sinvergüenza, cuando mi imaginación matinal divagó y le dio vida a una espectral abeja: era pequeña, como todas las que han pasado por mis ojos soberbios, con zumbido rítmico, acechante, y satánico aguijón que se enaltece por el temor natural al final doloroso, al puntiagudo martirio.
Mi pensamiento la encaminaba febrilmente hacia una flor de jacaranda –la cual, en mi juego de ser Diosa, también he creado-, aunque todavía no tenía un fin lo suficientemente romántico para sazonar mi viaje surrealista… ¿Será acaso que buscaba una casita en la cual tener un abejo, y abejitos, y un perro abeja, los cuales mantener con mielesita y subordinación total? Tal vez, era una intrépida aventurera, que en su hora de descanso, se lanza en busca de la paz interior, que según la religión abejo-judea-cristiana, se encontrará en una flor en medio de la común existencia, para motivar a las demás trabajadoras a conformarse con su vida burda, pues en algún momento de inútil ocio –dentro de lo permitido por su patrón, claro está- hallarán la iluminación divina…
O quizá solo le pareció un lindo lugar al cual entrometerse, sin necesidad de complicar su pensar, ya que no tiene mucho tiempo en el mundo terrenal. Creo que esa es la mejor explicación para esta tarde de dulzona simpleza. Entonces, se acercó inocentemente (¿qué no había dicho febril?) dentro de los lilas pétalos de aquella majestuosa pieza. Lástima que a ella le pareciesen pretensiosos y ensimosos. Al final terminó ignorando su coqueto movimiento, para situarse en medio de los pistilos, en medio de su cuerpo desnudo, ignorando descaradamente el éxtasis patético que acontecía la jacaranda pecaminosa, auto compadeciéndose a su vez de su invisible gozar.
La abeja ociosa solo deseaba un lugar a solas, en donde escuchar su palpitar de insecto, porque ella era capaz de entender y aceptar su posición de insecto, apreciándola, queriéndola, odiándola, viviéndola. Deseaba un sitio que le permitiera enumerar cada una de las insolencias que presenció en el día, en donde sus mejillas ruborizadas de terrible gas ácido se inflaron como tomates para aguantar las anomalías cínicas del panal, de todo el jardín. Requería un santuario para gritar su libertad, para llamarla, hacerla presente por medio de sesiones espiritistas o medios obscuros, ya que en algunas ocasiones la olvida en algún sitio inexplorado. Tal vez se esconde en una parte de su aguijón, o entre el umbral de sus franjas amarillas con las negras. Necesitaba sólo un pedazo de realidad para divagar un segundo, para retomar las cosas bellas de la rutina, para olvidar que la azúcar debe ser dulce y la miel es su destino…
Logró encontrarlo en aquel suave pellejo colgante, por lo cual tomo una de sus patas (no le he dado un número exacto de extremidades, sólo sé que tenía una favorita), la acaricio como su Abeja madre solía hacerlo, y empezó a tararear al compás de una interna canción sin nombre, lugar o autor, que en algún momento insignificante (y perturbador) escuchó.
Su estado era tan placentero, que no hizo caso de la posición tan caótica de su cuerpo, enredando las alas como las reinas de los años dorados y cerrando los ojos a disposición de sus impulsos naturales por dormir, esconderse, despertar, huir, apreciar, colorear…
El punto culminante de su experiencia, se dio cuando por un orificio de la guarida –creado por su mismo movimiento irracional al buscar una posición idónea a su elitista espalda- se asomó la imagen de una humana mundana, como las que suelen aparecer en las tardes de primavera, aplastada en el pasto, contemplado su existir. Era obvio que ella la había creado, su imaginación debió ser la autora de tal tontería, de tal majestuosidad.
Entonces, opto por jugar con su ilusión, ya que tenía todo el derecho de divertirse con ella: le cambio la ropa, para que fuese más recatada; le puso adjetivos y adjetivos, convirtiéndola en una confusa creación poética en dónde lo grotesco es bello, luego simple, y después grotesco. Era un ciclo eterno de paradojas con castaña cabellera.
Se preguntó qué es lo que había hecho en su rutina, y cómo no tenía la posibilidad de preguntarle –ya que se hubiese visto como una loca hablándole a la nada- le invento un pasado, adornado con muchas desgracias amargas, pequeñas piscas de misticismo, toda una gama de eventos monótonos, caníbales, que absorben la felicidad…
-¿Acaso estaré siendo muy dura con ella?
Fue lo que pensó. Pero después supo que era lo justo, ya que el futuro lo construiría con muchos listones vivos y alegrías interminables. Era buena idea. Sin embargo, no tenía ni la menor disposición de empezar a formarlo…
-¡Ya será para otro día!
Por ahora, esa pequeña niña estará acostada, sin pensar en el aquí, en el todo, en la nada. Solo tendrá que imaginar mundos paralelos que se deshagan de los demonios hoy adquiridos.
La pequeña abeja sabía muy bien de lo que eso se trataba, es lo que siempre buscaba en sus horas de descanso. ¿Acaso será que su propia creación sintiese lo mismo que ella? ¿Acaso podrá resistir tal pena la infeliz chiquilla?
–No lo creo, se ve muy débil. Exclamo en voz alta la indignada mielera.
El calor empezó a derretir las fibras del suelo, fluyeron como agua; las alas se atoraron en los pistilos tentones –las avispas dicen que fue un crimen pasional, cosas de esas jacarandas locas-, imposibilitando el maniobre de emergencia, y la distracción mental de la pequeña negó todo intento de auxilio, toda medida por evitar caer cobijada por las llagas de la flor. Sólo sintió el viento, cerró su pecho, y se entregó como nunca a su total fantasía, en donde una humana creada por ella, era la muerte que la esperaba dormida sin ninguna huella de interés.
Un instante después, los vestigios de una flor de jacaranda cayeron en mi rostro. Por un momento, he llegado a sentir que en mi mejilla un imaginario ha muerto después de crearme.
Publicado en el número

vol.II, núm. espec. 1, enero 2019
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- Última actualización 23 de enero, 2025