Me miré en el desgastado espejo sintiéndome viejo y sucio.
La barba en mi rostro reflejaba el descuido y la pesadez que arrastraba conmigo
mucho tiempo después de lo sucedido con mi hermano. Dos chicos entraron
ruidosamente al sanitario del restaurante haciendo bromas entre sí. No les tomé
importancia.
Abrí el grifo del agua y me lavé la cara para tratar de
limpiar algo de la suciedad que me acongojaba. Suspiré, estaba nervioso y
asustado. “Tengo que decirle antes de que sea demasiado tarde”, pensé. Salí del
sanitario y llegué a la mesa en el momento preciso en que la mesera servía la
sopa.
Betty me sonrió melancólicamente; en verdad era una chica
muy agradable, lástima que mis intenciones no eran buenas para ella. Me senté y
la miré fijamente. Ella era de esas chicas que poseen una belleza natural
equiparable a la luz del sol. Radiante, de cabellera larga y rubia, sin
maquillaje y sin movimientos aprendidos y expresiones falsas. “¡Qué lástima!”,
pensé, “¡qué lástima! …”
—¿Y bien? —dijo ella.
—¿Me contarás sobre tus planes de viajar a Monterrey?
Tomé la cuchara de la sopa y comencé a golpear un vaso de
agua medio vacío.
—¡Tienes que irte! —dije bruscamente antes de que ella diera
un suspiro.
—¡Tienes que irte ya!
Betty frunció el ceño y me miró sobrecogida.
—No entiendo —dijo más para sí misma—. Pensé que querías
pasar esta noche conmigo.
—Betty, me gustas mucho —dije— pero será mejor que te vayas.
Sin más, Betty aventó la servilleta que tenía en las manos,
tomó su bolsa y se puso de pie.
—Que mal —me dijo sonrojada— tú me gustabas igual.
Ella esperaba que yo le diera mil explicaciones y pretextos
estúpidos sobre mi repentina decisión, pero yo solo pensaba en sacarla del
restaurante.
Pagué la cuenta y caminé torpemente hacia la salida. Después
de unos segundos la mesera intentó detenernos para darme una indicación, pero
la hice a un lado, indiferente. Nos siguió hasta la puerta y, cegado por el
miedo y los nervios, la empujé contra una mesa. Enseguida, Betty se disculpó
con la mesera y me exigió una explicación coherente.
—¡Me invitas a salir y te comportas de esta manera! —me
gritó histérica.
Mis nervios se agudizaron cuando el gerente llegó a sacarnos
del restaurante. No lo dudé más. Saqué de mi abrigo el arma y disparé al aire.
—¡Todos al suelo
hijos de la chingada! —grité sin remedio.
De inmediato tomé a Betty del cuello y le apunté a la
cabeza.
—¡Si me hacen una mamada
la mato, cabrones!
Al momento todos los comensales y meseros se tiraron al
suelo. En ese instante escuché un par de disparos y al salir por la puerta,
confirmé aliviado que eran mis compañeros que habían neutralizado a los guaruras de Betty. Afuera nos esperaba
un Ford Falcon blanco. Subimos y arrancamos. Ya estaba del otro lado a pesar de
que la operación no había resultado como fue planeada. Yo no tenía que ir
adentro del auto. Ese no era el plan.
Delante del Ford manejaba Pepe con Esteban de copiloto, detrás
íbamos Betty y yo.
—¡Pinche Damián! —gritó
Esteban—. ¡La regaste, eres un pendejo!
—¡Sí, estás rependejo! —agregó Pepe—. ¡A ver si no nos sigue
la tira!
El auto salía de la
calle donde estaba el restaurante y aparentemente no nos seguía nadie.
—Perdón —dije tratando
de remediarlo—. Es que me puse nervioso… pero de todos modos salió ¿no?
Silencio. Esteban maldijo y me miró con desprecio.
—Por eso no me gusta trabajar con los pinches reclutas —dijo
Esteban.
—¿Qué es esto, un secuestro? —preguntó Betty temerosa.
Después de unos segundos, Esteban le respondió con la
frialdad que lo caracterizaba.
—Mira, sabemos quién eres y que tan importante eres. Sabemos
quién es tu padre y tenemos información confidencial de las chingaderas en las
que está metido. Te vamos a esconder un rato y le pediremos un varo a tu jefe.
¿Está claro?
Betty se recargó contra el vidrio y comenzó a llorar.
—Cálmate chula, si
no te vamos a hacer nada —dijo Pepe que era de Chihuahua.
—Nosotros no somos culeros como el burgués de tu papá y los
suyos —terminó mientras nos ofrecía cigarros.
—¿Por qué me hiciste esto Damián, por qué me engañaste? —me
preguntó Betty sollozando.
—Discúlpame —respondí mientras encendía el cigarrillo—. Es
que nuestra organización necesita recursos y se los vamos a expropiar a tu papá
que es bien ojete. Me da mucha pena haberte mentido de esa manera, pero es la
única forma en que nosotros podemos financiar nuestra causa.
Olvidé decir que afuera era de noche y tardaríamos
aproximadamente una hora y media para salir del sur de la ciudad con rumbo al
norte, a la casa de seguridad.
—Entonces son guerrilleros —susurró Betty.
—¡No! —negó Pepe—. Somos chingones güera, ¿no viste cómo me
chingue a tus guarros?
Pepe me caía mal por ese tipo de comentarios, jamás se podía
contener.
En efecto. Llevaba aproximadamente un mes saliendo con
Betty. El comisionado militar de la zona centro me lo encargó. Esa operación
significaba mi entrada por completo a la clandestinidad, pues hasta antes solo
difundía y promovía el órgano informativo de la organización. El objetivo era
utilizar mis influencias y mi antigua posición social para contactar e
investigar los movimientos de Betty.
Después, cuando tuviera su confianza, facilitarle el
secuestro a un comando y pedirle un rescate a su padre que era un importante
empresario, en realidad era una operación algo estúpida y necia llamada en
burla: Operación Cupido, pues mi identidad
corría más riesgo que la de los demás, era un suicidio; pero a esas alturas
nada de eso importaba pues los fines políticos estaban sobre los personales.
Aunque mi error, el más letal de todos, fue que en verdad me
enamoraba de Betty, incluso llegué a pensar que me estaba aburguesando. Ella
era esbelta y rubia, muy guapa en verdad; a pesar de sus gustos
pequeñoburgueses y su despreciable posición económica, estudiaba danza y no era
tan banal como suelen ser las de su clase.
La contacté gracias al hijo de un amigo de mi padre, le dije
que quería hacerle una entrevista relacionada con su trabajo artístico como
bailarina; esperé aproximadamente un mes a que me tomara una llamada y quedamos
de vernos en un restaurante. Fueron tres entrevistas antes del secuestro. En
las primeras dos, ella no me mostró mayor interés que el de carácter
profesional, pero en la tercera conversamos largamente sobre diversos temas y
terminamos riendo alegremente en una función de cine, al final de la noche nos
besamos.
En ese lapso pude conocer su domicilio, sus horarios de
clases y de trabajo, los horarios de oficina de su padre y lo más importante,
los operativos de seguridad que este implementaba para cuidar a su hija. Toda
esta información se la daba al comité editorial de la organización y ellos me
recomendaban que hiciera lo posible por no involucrarme personalmente con ella,
pero me estaba resultando inevitable. A veces, cuando me preparaba para dormir,
pensaba en Betty y dudaba en seguir con la operación o abordarla y huir de
todo.
Por las ventanas del auto se veía la ciudad ausente.
Avenidas insoportables transitadas por muertos vivos.
—Güey, ¿seguro que no nos sigue nadie? —preguntó Esteban
mirando a Pepe.
—¡Oh, chinga! ¿Vas a empezar con tus pinches paranoias? —contestó
Pepe irritado.
Cuando Esteban y Pepe estaban juntos la situación se ponía
muy tensa, no se llevaban bien. Por eso trataba de evitarlos a toda costa. Miré
a Betty, seguía sollozando y con la cabeza recargada al vidrio, tomé su hombro
y la acaricié. Al instante me evitó con un golpeteo.
—Tranquila, no te haremos nada —le dije intentado
consolarla. Por un segundo me sentí hecho una mierda.
—¿A dónde me llevan? —preguntó Betty.
—No te podemos decir —sentenció Esteban. La miré compasivo.
—A un lugar donde podrás descansar en lo que tu papá nos
manda el dinero por tu recompensa —le dije serenamente.
—¡Güey, no mames! Ya dile que la llevamos al Hilton y que
tendrá servicio al cuarto —dijo Esteban.
—¡Bájale güey, si no somos delincuentes! Solo queremos el
dinero de su papá —dije enojado.
—Sí Esteban ¡no mames! —terminó de decir Pepe que manejaba
con una calma increíble.
—Pues yo no quiero solamente el dinero de su padre; quiero
la revolución y si eso implica la muerte de mucha gente, así será. —La
revolución es un proceso violento donde una clase derroca a la otra por la vía
ideológica y amada. En resumen, es un río de sangre—. No se trata de un pinche
juego Damián… y bájale la cabeza a la vieja, que no se asome por la ventana —dijo
Esteban.
—Pues sí —contesté—, pero eso no significa que nosotros
solos vamos a asesinar a todo aquel que tenga conductas pequeñoburguesas.
Necesitaos una guerra popular prolongada y por tanto necesitamos la ayuda del
proletariado en todas sus dimensiones. Necesitamos la ayuda de todos los
trabajadores, campesinos, estudiantes…
—No sabes lo que estás diciendo —arremetió Esteban—, y mejor
ya cállate y no sigas diciendo pendejadas. Tú no deberías estar aquí. No sé por
qué chingados te dieron un arma. Me irrité y levanté la voz.
—¡Pues como veas pinche chango malparido! —dije—. Y deberías
si quiera darme la gracias porque sin mí, ella no vendría con nosotros.
Esteban me mentó la madre y yo se la regresé.
De momento, Betty dejó de sollozar, se incorporó en el
asiento y nos miró con desprecio.
—Y si intento salirme de aquí ¿qué me harían? —preguntó
Betty titubeando.
—¡Pues te ponemos un pinche plomazo en la cabeza y se acabó!
—gritó Esteban volviéndose hacía ella. Pepe y yo le gritamos que se calmara y
todo se puso más tenso aún. Betty echó la cabeza para atrás recostándola en el
asiento dándonos a entender que no intentaría nada.
Fue terrible darme cuenta en lo que me estaba metiendo. En realidad,
yo no conocía bien la casa de seguridad y me estresaba pensar en que tendría
que convivir con esos despreciables sujetos mientras me malpasaba. Debo admitir
que dudaba en entrar a la 23 o no, pero la presión de mi hermano y la situación
política me lo pedían.
Después de los asesinatos ocurridos en Tlatelolco y lo del jueves de Corpus Christi, muchos compañeros, hombres y mujeres, decidieron entrarle a las organizaciones político-militares. No era algo sencillo, pero la rabia colectiva podía más que las decisiones personales. Díaz Ordaz había salido impune de su crimen y ahora era Luis Echeverría el que intentaba salir con las manos limpias, además de impulsar una política represora y de linchamiento en contra de todas y todos los estudiantes, campesinos y obreros organizados que denunciaban públicamente el régimen de opresión en el que estábamos sumergidos.
La situación política-económica del país no iba nada bien
pues comenzaban a verse indicios de una crisis debido a la inflación del peso;
esto ocasionaba la carencia de productos de primera necesidad que se tenían que
importar del extranjero, de EUA principalmente. Al mismo tiempo, el régimen
priista, que llevaba un chorro de años en el poder, seguía enriqueciendo a sus
marranos y el gasto público del Estado aumentaba por el gran número de
empleados en el gobierno. En pocas palabras, era un país de porquería que
necesitaba un cambio radical y profundo. Un cambio socialista como ocurría en
Cuba. Por eso teníamos que organizarnos en guerrillas y ser el brazo armado del
pueblo, para que después, por sí solo, fuese el propio pueblo el que tome las
armas y se levante en contra del capitalismo opresor.
Mi situación fue extraña. Aún no podía creer que me hayan
aceptado. No era sencillo entrar en la 23. Yo venía de una familia acomodada y
era hijo de un ingeniero adinerado que me enseñó todo lo que yo debería odiar.
A esas alturas yo agradecía a mi despreciable padre burgués por mostrarme el mundo
de la explotación para tratar de destruirlo.
Después de su muerte, mi hermano y yo nos refugiamos en el
estudio. Gracias a eso nos dimos cuenta de la difícil situación en la que
vivíamos y comenzamos a tomar conciencia de clase; pero de la verdadera clase,
la clase trabajadora. Comenzamos a leer mucho y él ingreso en la Universidad de
Guadalajara donde comenzó sus estudios de medicina. Ahí conoció a mucha gente
que lo conectó con los feroces y fue entonces que tomó la decisión de ingresar
a la clande e internarse en la
sierra.
Tiempo después, cuando los feroces se unieron con los de la
23, mi hermano me recomendó con los del comité editorial del Madera y estos, a
su vez, con los del comando de resistencia popular. Fue entonces que me
aceptaron en las filas de la organización. Fui a la escuela de cuadros donde me
apodaron el popis por mi origen pequeñoburgués,
pero tuve que madrearme a dos que tres güeyes para ganarme su respeto y
exigirles que me llamaran Damián; mi nombre clandestino.
Debo reconocer que era uno de los mejores cuadros. Destacaba
en los cursos de teoría política y entrenamiento militar, además de facilitar
el espionaje entre la clase acomodada debido a mi pasado como hijo de un
adinerado. Por eso mismo, al finalizar el entrenamiento previo a ser recluta de
la guerrilla, me pidieron que contactara a Betty y les brindara toda la
información necesaria para facilitar su secuestro. Al mismo tiempo me dijeron
que si los traicionaba, ellos mismos me matarían. Pero, como mencioné hace un momento,
las cosas no iban como se planearon.
El auto iba por Periférico a no más de 60 km por hora. Pepe
encendía un cigarro tras otro mientras Esteban le daba indicaciones sobre las
vialidades que tenía que evitar y los atajos que era preciso tomar. Yo comenzaba
a ponerme nervioso debido al críptico silencio que había.
—Se me acalambraron las pinches manos —dije ausente. Esteban
escupió por la ventana y Betty hizo una mueca de asco al notar tal acción.
—¿Qué güera, te da asco un gargajo? —preguntó Esteban—. Así
son todas las de tu clase. Se asquean hasta de su propia mierda.
Betty molesta, se incorporó para decir algo, pero el miedo
que le imponía Esteban la paralizó. Esteban le sonrío prepotente a través del
retrovisor y, en fracción de segundos, maldijo al notar también por el
retrovisor las luces centellantes de una patrulla.
—¡Me lleva la chingada! —dijo.
Pepe miró por el espejo lateral izquierdo y lanzó una
maldición.
—Calma, calma —dijo Pepe—. Igual y ni viene por nosotros.
Pinches tiras putos.
Betty, al notar las luces azul y roja de la patrulla, se
llevó inconscientemente las manos a la boca como rezando una oración. Al verla
me llené de miedo. Comencé a dudar si lo que estábamos haciendo era en verdad
necesario. Era la primera vez que participaba en un secuestro con intenciones
políticas y no era nada heroico como alguna vez lo llegué a imaginar.
—Mira chula —dijo
Pepe dirigiéndose a Betty—, no intentes una pendejada porque igual nos va a
llevar la chingada a todos. Si nos detienen venimos lo suficientemente armados
para darles en la madre a esos putos, así que mejor ni digas nada. ¿Sale?
Betty me miró implorante y yo le brindé una sonrisa temerosa
que dejó ver mi debilidad ante la situación. Fue entonces que me di cuenta de
que en verdad me gustaba y sentía la necesidad de protegerla. Me sentía
ridículo por tales pensamientos y trataba de cubrir mi miedo limpiándome la
adrenalina que me escurría por la cara en forma de sudor. La patrulla comenzaba
a situarse por detrás de nosotros.
—Como venga, que chinguen a su madre —dije sintiéndome
ridículo al notar que nadie me hizo segunda.
Pepe dio vuelta en una esquina y, para sorpresa nuestra, la
patrulla siguió tras de nosotros. Al acercarse más hizo sonar el claxon
indicándonos que nos paráramos. Inmediatamente Pepe miró a Esteban y este le
dijo que se parara y que tomara su arma. Al instante, Esteban me pidió que
también tomara mi arma y que les cubriera la espalda.
—Si salen armados de la patrulla les disparan —nos indicó
Esteban—. Y tú —dirigiéndose a Betty—, si te preguntan, vienes con nosotros de
una fiesta.
Al detenerse la patrulla salieron dos hombres obesos con
aparente tranquilidad. Aparentemente no iban armados. Por lo menos no con armas
largas que es lo que temíamos. Se acercaron, y al verlos, comenzó a darme una
leve taquicardia.
—Buenas noches señores —dijo uno de ellos postrándose a un
costado del asiento de Pepe mientras el segundo permanecía atrás del auto.
—Salgan del auto les haremos una revisión de rutina.
Pepe se llevó las manos a la nuca y suspiro ajetreado.
—¿Pero por qué oficial? —preguntó.
El oficial de policía asomó la cabeza para ver mejor quienes
venían en los asientos traseros y al ver a Betty inmediatamente dio una señal
en clave a través de su radio.
—Es de rutina. ¡Ya no le hagan de a toz y salgan! —. En eso
logramos ver que llegaba otra patrulla situándose a un costado nuestro.
En fracción de segundos Pepe terminó de bajar el vidrio y se
hizo para atrás dejando espacio suficiente para que Esteban apuntara su arma y
disparara contra el oficial. Pepe sobresaltado hecho marcha atrás el auto
atropellando al segundo oficial. Al ver lo sucedido desenfundé la Browning 9 mm
de mi chaqueta y por la ventana disparé a los vidrios de la patrulla que estaba
a un costado nuestro.
De pronto, escuchamos cómo se quebraba el vidrio trasero de
nuestro Ford a causa de un disparo. Sin pensar lo que hacía, agaché a Betty de
la cabeza y la abrasé a mí. Pepe arrancó el auto mientras nos seguían lloviendo
balas.
—¡Pinche Damián, le diste al cabrón que manejaba la segunda
patrulla! —me gritó Esteban excitado.
Al escuchar sus palabras me incorporé en el asiento trasero
mirando hacia atrás y vi como un oficial sacaba al conductor herido de la
segunda patrulla para tomar su lugar en el volante y comenzar la persecución.
La primera patrulla ya venía tras de nosotros y las balas no cesaban de caernos.
Pepe aceleró a más de cien y Esteban seguía disparando sin mucho éxito. Betty
seguía agachada en el asiento mientras gritaba que la dejáramos libre. En ese
momento yo solo pensaba en ella “Betty, Betty, Betty”. No podía permitir que le
pasara nada. Tenía que salvarla de todo y huir con ella. Iríamos a Cuba y
viviríamos felices. “A la chingada la 23”, pensé. El Ford Falcon sorteaba el
tráfico mientras dos patrullas venían tras nosotros. Hasta entonces entendí
porque siempre Pepe iba al volante. Manejaba de una forma bestial y casi
perfecta. El sonido de las sirenas ocasionaba en mí un escalofrió helado.
Esteban seguía disparando y en instantes se agachaba para impedir que le
dieran. Pepe berreaba avivado mientras rebasaba otros autos.
—¡Dispárales cabrón! —me gritaba Esteban. No terminaba de
decirme esto cuando ya había hecho un par de tiros sin éxito.
De pronto vimos horrorizados como Pepe se desplomaba a causa
de un tiro en la nuca, desequilibrándose el auto y estampándose contra una
tienda de electrodomésticos. El golpe fue tan duro que el auto entró a la mitad
de la tienda llevándose consigo refrigeradores, televisores, sillones, mesas y
demás cosas.
Después del impacto nos incorporamos Esteban, Betty y yo. A
pesar del impacto, no sufrimos mayor daño. Todo parecía confuso y por segundos
no recordaba lo que estaba pasando. Betty me miró desconcertada mientras
quitaba los mechones de cabello que caían por su rostro. Esteban salió
trabajosamente del auto y siguió disparando. Al voltear la vista hacia atrás, vi
que las patrullas estaban estacionadas a lo lejos y eran utilizadas como
barricadas en el tiroteo.
Yo temía por Betty así que la agaché de nuevo contra mis piernas,
pero ella me rechazó y salió del auto trabajosamente. Sin pensarlo, Betty echó
a correr tienda a dentro. Estaba oscuro pues eran alrededor de las diez de la
noche y, sin pensarlo también, fui tras ella. Esteban utilizó un refrigerador
como barricada y me gritaba rabioso que le ayudara en el tiroteo. “A la mierda
Esteban, tengo que salvar a Betty”. Sentí que el corazón se me estrujaba cuando
imaginé que Betty me abrazaba efusiva y salíamos corriendo por una puerta
trasera. “Ella me perdonaría y seríamos felices”.
Sin éxito, buscaba a Betty entre los escombros de la tienda
y a medida que podía, evitaba ser blanco de los disparos. De pronto, la vi
debajo de una mesa y al ver que me acercaba comenzó a gritar.
—¡Cálmate, te voy a sacar de aquí! —le dije ajetreado.
—¡No! —dijo ella—, solo lárgate y déjame en paz.
—Pero Betty —dije—. De verdad siento lo que pasó.
Discúlpame. Solo quiero ayudarte a salir de aquí.
Los disparos seguían y Esteban me llamaba insistentemente.
—¡Lárgate de aquí! —me dijo Betty—. ¡Que estúpida soy me
deje engañar por ti!
La miré compasivo. En verdad estaba arrepentido de todo. En
la escuela de cuadros me enseñaron que ante todo estaba la revolución y que las
relaciones amorosas no estaban de la mano con esta. Un verdadero militante no
podía tener una relación con nadie y mucho menos con una pequeñoburguesa como
Betty. Sin embargo, yo quería a Betty y estaba dispuesto a dejarlo todo por
ella.
—Betty —dije—. En verdad me gustas mucho y quiero remediarlo
todo. —Betty se sorbió la nariz y me miró fijamente. Las sirenas, las luces bicolores
de las patrullas y los gritos de Esteban no cesaban ni un momento.
—Entonces tira el arma y ven aquí —dijo ella sollozante.
Al instante solté el arma y me dispuse a salir de ahí con Betty.
—¡No! —me interrumpió ella—. Patea el arma hacia donde estoy
yo.
Borracho de nervios por el momento, hice lo que me pidió. Ella tomó el arma y me apuntó. Aterrado, miré hacia donde estaba Esteban y lo vi tirado en un charco de sangre. A lo lejos, varios oficiales entraban lanzando maldición y media. Miré a Betty y miré fijamente el ojo letal de su revólver. De lo demás no me acuerdo. Bueno, de todos modos, estaba muerto.
Publicado en el número

vol. I, núm. 1, agosto-noviembre 2018, 2.ª ed.
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- Fecha de creación 5 de agosto, 2018
- Última actualización 23 de enero, 2025