Desde las últimas décadas del siglo XX las manifestaciones de protesta social en América Latina han cobrado un importante significado político. Sobre todo, porque a partir de la época de posguerra, tanto las relaciones económicas, políticas, sociales y culturales entre los países latinoamericanos y los del llamado primer mundo, experimentaron transformaciones importantes. No es casualidad que a partir de esta época se empezara a cuestionar la existencia de una dependencia de las economías latinoamericanas respecto a los dos bloques de naciones partícipes de la Segunda Guerra Mundial (Cardoso y Faletto, 1969).
Empero, esta dependencia no necesariamente se ciñó a factores económicos, sino que también impactó en aspectos sociales relacionados con la vida diaria de los individuos de muchas sociedades latinoamericanas. En este sentido, las manifestaciones de protesta expresadas en dichas sociedades resultan un campo de acción que puede permitir observar, no solo la resistencia de los individuos ante determinadas políticas públicas, sino también las diversas formas en que esas personas interiorizaron, participaron, adaptaron, etc., determinadas expresiones de poder, con una posible intención de supervivencia (Argüello, 1981).
En este sentido, por protesta social entendemos:
una forma política que expresa descontento o desaprobación de un grupo de la sociedad civil con respecto al Estado o las instituciones, que puede ser espontánea o no; representa un punto de ruptura, de transgresión, de transición y de posibilidad de cambio […]. Se recrea por medio de la manifestación pública, y la manifestación pública es el momento pleno manifestante de un movimiento social.
(López, López-Saavedra, Tamayo y Torres Jiménez, 2010, pp. 7-8)
Asimismo, entendemos que un movimiento social es:
un reto ininterrumpido contra los que detentan el poder estatal establecido, a nombre de una población desfavorecida que vive bajo la jurisdicción de personas que detentan el poder, mediante exhibiciones públicas repetidas de la magnitud, determinación, unidad y mérito de esa población.
(Tilly, 1995, p. 18)
Ahora bien, siguiendo estas definiciones, tanto de protesta como de movimiento social, se deriva que la primera es una expresión de la segunda. Es decir, que la protesta es una forma en la que se hacen visibles las inconformidades o desacuerdos de determinados sectores sociales. De esta forma, un movimiento social, si bien no es un grupo político como tal, se le puede definir como una forma compleja de acción (Tilly, 1995, p. 16), en la que se ven involucrados, de manera intermitente, sus actores.
Entendido de esta manera, la protesta (de un grupo específico afectado) puede formar parte de un movimiento social cuando a la primera se adhieren otros actores o grupos identificados con sus demandas, exigencias, reclamos, etc., incidiendo en que los movimientos sociales sean integradores de complejas formas de acción colectiva.
A partir de algunos acontecimientos de la segunda mitad del siglo XX (como la Guerra Fría o la caída del Muro de Berlín) que trasformaron el contexto político mundial, una variedad de movilizaciones se hicieron presentes en diversos países, ya fuera para protestar en contra de la guerra en Vietnam o para reclamar mejores políticas educativas, como las movilizaciones estudiantiles en México, Francia, Estados Unidos y Japón. En el caso específico de América Latina, se suscitaron movimientos guerrilleros, así como luchas en contra de los regímenes autoritarios y dictaduras militares en países como Chile, Perú, Venezuela, Guatemala, Nicaragua y El Salvador (Zapata, 2005).
Por un lado, estos acontecimientos, en el plano de la Sociología, rebasaron la posibilidad de aplicar el concepto de clase para comprender los procesos de transformación de las sociedades, pues las nuevas formas de acción colectiva se reprodujeron en espacios nacionales a través de movimientos caracterizados por categorías —como la de médicos, ferrocarrileros, enfermeras, maestros, estudiantes, etc.—, a los cuales se sumaron reclamos de otros sectores de la sociedad que vieron en dichos movimientos una válvula de escape para sus problemáticas cotidianas. Por otro lado, también surgió el cuestionamiento de que tales acciones colectivas no necesariamente pretendieron exigir cambios estructurales o del sistema en general, sino resoluciones inmediatas o parciales a sus demandas (Zapata, 2005).
Así, el análisis de la acción colectiva en términos de movimiento social fue correspondiente con el desarrollo de nuevas perspectivas teóricas que se fueron planteando a partir de diversos acontecimientos político-económicos ocurridos en la segunda mitad del siglo XX. Ello permitió que, en estas nuevas perspectivas, la clase obrera dejara de ser el monotema a través del cual se intentaba explicar las expresiones de inconformidad, abriendo así, un abanico temático que incluyó el análisis de otros sectores de la sociedad que también estaban inconformes y que, por tanto, también protestaron ante determinadas situaciones.
En este caso, esas nuevas perspectivas teóricas sobre la acción colectiva se han enfocado en el estudio de actores específicos y la forma en cómo estos se definen en una relación que implica aspectos de orden y cambio; de ahí que Zapata (2005, pp. 58-65) distinga cuatro principales perspectivas teóricas al respecto:
- Desde la visión de Marx. La acción colectiva es el resultado de tensiones estructurales entre clases sociales: la historia es el resultado de la lucha de clases.
- A partir del neofuncionalismo de la Escuela de Chicago. La acción colectiva constituye una respuesta a una situación determinada y se localiza en el ámbito de la redefinición de una estructura: surge cuando el orden social no está cristalizado.
- A partir del enfoque de Charles Tilly. La acción colectiva puede analizarse en términos del cálculo racional de sus actores que, en la búsqueda de sus objetivos específicos con acciones particulares, no incluyen cambios sistémicos o de alcance general.
- Desde enfoques, como los de Alan Touraine y Alberto Melucci, respecto a los nuevos movimientos sociales. La acción social será concebida como productora de relaciones sociales, de movilización. Es decir, que las distintas formas que asume la acción colectiva en sociedades concretas dependerán de las relaciones conflictivas entre actores que se enfrentan por el control de las organizaciones, por influir en las decisiones del sistema político institucional o por controlar las orientaciones del desarrollo de esa sociedad. Este enfoque propone que los movimientos sociales no buscan la transformación de un sistema o alternativas de una sociedad futura, pues desarrollan identidades que les permiten actuar sobre sí mismos y la sociedad.
Sin embargo, luego de esta sucinta caracterización de algunas perspectivas teóricas provenientes de la sociología, a partir de las cuales se ha intentado analizar a los movimientos sociales, es necesario considerar que en otras ramas de las ciencias sociales existe otra variedad de enfoques que también se han abocado a explicar dichos movimientos en América Latina, como es el caso de la historiografía en torno a las resistencias, la antropología o la etnografía (San Miguel, 2005). Estas otras ramas de las ciencias sociales, con el paso del tiempo y la configuración de nuevas formas de explicación, se han inter-retroalimentado para dar cabida a estudios cada vez más minuciosos y propositicos de los movimientos sociales, las protestas, las resistencias, las adaptaciones, etc.
En este sentido, tratar de analizar los problemas económicos y políticos de los países latinoamericanos como un todo, en el que se pretenda aplicar un solo enfoque teórico, sería un error, pues las condiciones particulares de cada país —históricas, económicas, sociales, políticas y culturales— constituyen explicaciones específicas, que aun cuando tengan elementos convergentes, requieren acotaciones precisas.
De esta forma, los movimientos sociales pueden contener elementos comunes que los distinguen. Tilly (1995) refiere que estos no pueden operar sin hacer referencia a alguno de estos tres sectores de la sociedad: los que detentan el poder, los activistas y una población desfavorecida. Es decir, los primeros, que son los objetos de las exigencias y/o demandas; los segundos, que contienen desde colaboradores menores hasta sus líderes y que, asimismo, no necesariamente son los afectados o provienen de la población perjudicada; y la tercera, que es una población que, además de plantear exigencias a los detentadores del poder, trabajan mayormente en el apoyo y ayuda de los integrantes de los movimientos en los que se encuentran involucrados.
Además de estos actores, es necesario mencionar la existencia de otros sectores que también juegan un papel importante: los rivales que se encuentran en torno al poder; los activistas que se contraponen a otros movimientos sociales; las fuerzas represivas del Estado; así como la población en general que, independientemente de congeniar o no con dichos movimientos, pueden, en determinado momento, participar en favor o en contra (Tilly, 1995).
Otro aspecto común de los movimientos o protestas sociales es la forma en la que estos son atendidos o reprimidos. Es decir, en la medida en que las clases hegemónicas puedan o quieran conferir determinadas exigencias, aplicarán las medidas coercitivas necesarias para reprimir la acción de los movimientos, para desmovilizar o desprestigiar tanto a los activistas como a la protesta en sí.
En este sentido, los países latinoamericanos han tenido diferencias en cuanto a las expresiones de desafío y se encuentran determinados, entre otras cosas, por los medios viables de manifestar su malestar y por las formas de represión política. Así, los desafíos colectivos y públicos no recurren comúnmente a la violencia, sino que suelen iniciarse con la coacción de grupos más poderosos, quienes tienen a su cargo a los grupos policíacos y militares (Eckstein, 2001).
Entre algunos de los movimientos sociales más emblemáticos de algunos países de América Latina, se encuentra el caso del movimiento guerrillero de Perú denominado Sendero Luminoso, en el que los campesinos, si bien no se encontraban necesariamente comprometidos para unirse a los rebeldes, sí los apoyaron silenciosamente proporcionándoles alimento, techo e información, así como negándose a ayudar a los oficiales para capturar a dichos guerrilleros. Asimismo, estos campesinos colaboraron para sabotear las elecciones, invalidando su voto (Eckstein, 2001).
Otro, es el caso de Chile, lugar en el que se han desarrollado una serie de movimientos sociales sin violencia, que no solo se han supeditado a desafiar a la autoridad por ser causante de la caída en el nivel de vida, sino también para desafiar las injusticias políticas del gobierno represivo de Augusto Pinochet. Ello provocó, entre otras cosas, que en múltiples ocasiones se haya recurrido a las manifestaciones en la calle en pro de cambios. Así, una de las características del repertorio simbólico de las protestas chilenas ha sido el uso de las sartenes y cacerolas para hacer visibles sus inconformidades (Eckstein, 2001).
Uno más, es la protesta de Las Madres de Plaza de Mayo en Argentina que, surgido como un grupo distinto en la década de los años setenta, bajo un régimen militar represivo en el que la sociedad se encontraba silenciada por el temor, pues los medios de expresión pública estaban prohibidos, catorce mujeres decidieron colocarse cerca la pirámide de la Plaza de Mayo en Buenos Aires bajo la consigna de: “¿Dónde están nuestros hijos?”. Aunque en un principio fueron ignoradas, posteriormente fueron ridiculizadas y finalmente perseguidas, no desistieron, negándose a ser calladas y a aceptar las versiones oficiales (Navarro, 2001).
En estos tres casos, se puede observar las diversas formas en las que algunos sectores sociales se organizan colectivamente para desafiar y exigir a la élite gobernante. Como se pudo ver, las formas de acción de sus simpatizantes son igualmente variadas, pues van desde los que participan de manera cautelosa, hasta las que de manera abierta expresaron sus inconformidades. De la misma forma, se puede vislumbrar las posibilidades que en cada uno de los países se tuvieron para hacer protestas públicas, pues mientras que algunas no eran necesariamente reprimidas, en otras se dio una severa persecución contra sus manifestantes.
Para el caso de México, una de las más representativas protestas sociales ha sido la del movimiento estudiantil de 1968, a la cual se le adhirieron otros sectores sociales asociados a la educación, la salud y los ferrocarriles, que permitieron la configuración de protestas generalizadas. Todo ello desembocó en la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre que, bajo un régimen autoritario a cargo del entonces mandatario Gustavo Díaz Ordaz, dicho gobierno quedó marcado por una frustración y resentimiento social generalizado, pues ello “derivó en grupos subversivos violentos en áreas rurales y descontento en las urbanas” (Vázquez, 2010, p. 220).
A este movimiento se sumó un fuerte control sobre los medios de comunicación y la denominada guerra sucia, teniendo como resultado el cuestionamiento de la legitimación del régimen. Muchos han sido los estudios realizados de estos acontecimientos. Además, su análisis no se ha limitado a explicaciones históricas, económicas, políticas y sociales sobre dicho movimiento. Dada la importancia del movimiento estudiantil de los años sesenta para la historia nacional, año con año se conmemora este acto de represión con marchas conformadas por estudiantes, académicos, exdirigentes, intelectuales, etc.
El análisis de estas marchas conmemorativas ha sido retomado recientemente, y si bien se plantea un estudio desde la perspectiva sociológica y etnográfica por académicos universitarios, abren también la posibilidad de diversificar los enfoques de análisis al plantear, entre otras cosas, una metodología de investigación acción-participante.
Finalmente, considero que un aspecto importante que podemos retomar de los acontecimientos de los años sesenta, y el cual es aplicable a las recientes expresiones de protesta social, tanto en México como en el resto de los países de América Latina, es la intervención de los medios de comunicación masiva para la difusión y tratamiento de tales protestas.
La importancia de los medios de comunicación radica en que son ellos los que fungen como “enlace entre las prácticas sociales en situaciones específicas y la construcción del imaginario social en el contexto de la producción y reproducción de significados” (López-Saavedra, 2010).
Así, el tratamiento que los medios hacen, no solo de la marcha conmemorativa del movimiento estudiantil, sino de las múltiples manifestaciones que se llevan a cabo continuamente en la Ciudad de México y a lo largo de los países latinoamericanos, es trascendental para hacer visibles a muchos movimientos sociales. Dicha visibilidad se efectúa cuando los medios —como la televisión, la prensa y la radio— informan sobre las marchas o protestas. No obstante, la exhibición de las protestas y/o marchas que, de acuerdo con el informante, la información que proporciona y la manera en que lo expresa, pueden resultar benéficos o adversos para la configuración de imaginarios colectivos y, por tanto, influir en las opiniones respecto de tales movilizaciones.
Por último, considero que para el estudio de las protestas o movimientos sociales es necesario no olvidar, y por ende adecuarse, a las nuevas tecnologías de la información, como el Internet y sus nuevas formas de comunicación social a través de los teléfonos móviles. Ello debido a que en muchas ocasiones la distribución de información por estos medios puede incluso ser más rápida que la que proporcionan los medios tradicionales, con la peculiaridad de que en el envío de información se pueden verter opiniones individuales tanto de quienes son participes de las marchas, como del público en general que tenga acceso a ciertas redes sociales.
Referencias
Argüello, O. (1981). Estrategias de supervivencia: un concepto en busca de su contenido. En: Demografía y economía, 14(2). México: El Colegio de México.
Cardoso, F. H. y Faletto, E. (1969). Dependencia y desarrollo en América Latina. México: Siglo XXI Editores.
Eckstein, S. (Coord.) (2001). Poder y protesta popular en América Latina. En: Poder y protesta popular: movimientos sociales latinoamericanos. México: Ediciones Siglo XXI.
López Gallegos, A., López-Saavedra, N., Tamayo, S. y Torres Jiménez, R. (2010). Introducción. En: Yo no estuve ahí, pero no olvido. La protesta en estudio. México: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco.
López-Saavedra, N. (2010). La protesta política, ¿qué y cómo informan los medios de comunicación? En: Yo no estuve ahí, pero no olvido. La protesta en estudio. México: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco.
Navarro, M. (2001). Lo personal es político: Las Madres de Plaza de Mayo. En: Eckstein, S. (Coord.), Poder y protesta popular: movimientos sociales latinoamericanos. México: Ediciones Siglo XXI.
San Miguel, P. (2005). Descontento, protesta y resistencias subalternas: un contexto historiográfico. En: Ronzón, J. y Valdés, C. (Coords.), Formas de descontento y movimientos sociales, siglos XIX y XX. México: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco.
Tilly, C. (1995). Los movimientos sociales como agrupaciones históricamente específicas de actuaciones políticas. En: Sociológica, Año 10, (28), mayo-agosto. México: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco.
Vázquez, J. Z. (2010). Renovación y crisis. En: Tanck de Estrada, D. (Coord.), Historia mínima de la educación en México, Seminario de Historia de la Educación en México. México: El Colegio de México.
Zapata, F. (2005). Cuestiones de teoría sociológica. México: El Colegio de México.
Publicado en el número

vol. II, núm. 3, octubre-diciembre 2019
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